La pequeña historia de amor.

La pequeña historia de amor de Durrell no fue triste. Tampoco alegre. Simplemente no fue suya. ¿No?

Durrell era un cyberpunk de los del presente.
Oh, sí! El muy jodido era hijo de la Era de la Información.

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Atrás quedaban ya esos hackers heroicos, aquellos seres furtivos y noctámbulos de la sociedad electrónica. Atrás también quedaba la lucha contra un sistema totalitario y contra el control de las grandes corporaciones multinacionales.

La autorregulación resultó más económica. Las ideas de autodominio y autocontrol encarnaban las rebajas del Corte Inglés para el ejercicio automático del poder. Durrell nadaba entre la lluvia de la red con los ojos abiertos. Sin embargo, la noción de biopoder se agenciaba ardientemente incluso aquellas mentes más prudentes. De ahí la reacción de Durrell al escuchar aquellas palabras del médico:

– Como mucho, dos años de vida.

Ya se sabe, la muerte es algo que debe ser temido. La muerte es algo que debe ser evitado y tenemos que interpretarlo como nuestro fracaso ante la vida. Porque obviamente nuestra vida fue dotada de sentido. ¿Por qué dejar morir a los ancianos si podemos mantenerlos en el formol de la vida putrefacta? ¿Qué más dan las condiciones en las que uno viva, mientras no se esté muerto? ¡Que gran fracaso eso de la muerte! Por eso Durrell se acojonó tantísimo.

A lo sumo un par de años de vida… ¡La Virgen! Ese día el camino a casa fue infernal, aunque después de la ducha Durrell ya estaba maquinando su inmortalidad. Porque, no nos engañemos, la perennidad ya no es lo que era. Hoy en día no es necesario armar la de San Quintín. Arcaico nos resulta ya lo de Troya y el de los pies ligeros, Aquiles, quien quiso la inmortalidad siendo recordado para siempre a través de sus gestas épicas [aunque eso sólo sea lo que nos cuenta Brad Pitt en la peli]. Tampoco es necesario decir que la Tierra es redonda cuando todos la creen plana. Ni ser aquel científico loco que busca la eternidad a través de ese gran hallazgo. Ni ser Connor MacLeod y decapitar a todos los inmortales de Highlander para conseguir el gran Premio (esa anhelada vida eterna), ni mucho menos ser el puñetero vampiro de la saga Crepúsculo…

¡Que va! ¡Hoy en día eso de la inmortalidad está chupado! Al menos así lo entendió Durrell cuando, frotándose en la ducha, tuvo esa gran idea. Al instante se puso manos a la obra.

En realidad el primer resultado de aquella brillante idea fue obtenido de manera sencilla y absurda. Durrell accedió al área de desarrolladores para aplicaciones de su red social favorita y creó ese programa informático estúpido que consultaba la última fecha de cambio de estado del usuario. Si la fecha era superior a diez días, entonces el programa accedía a la variable del estado y cambiaba de manera aleatoria su valor entre una lista de frases que él mismo había editado. En esa primera intentona Durrell escogió sentencias sencillas y ambiguas: “Estoy cansado”, “feliz! :-)”, “me voy a dormir ya”, etc.

Aquello lo aburrió inmediatamente. Con el tiempo incluso llegó a olvidar esa estúpida idea. Durrell se había centrado en el disfrute de la vida, quería aprovechar ese poco tiempo que le quedaba. Y fue precisamente a raíz de esa política del gozo supremo cuando Durrell experimentó el potencial real de esa descabellada idea.

Resulta que el chico se había ido de viaje, a ver mundo. Se olvidó por completo del ordenador, de Internet y las redes sociales. Así que a los diez días de inactividad en su red social favorita la aplicación que él había diseñado publicó el siguiente mensaje aleatorio de estado: “decepcionado…”.

Lo primero que pensó Durrell al acceder de nuevo a su cuenta fue que alguien le había robado el password y estaba trasteando con su perfil. A los pocos segundos recordó ese programilla que había creado tiempo atrás. En ese momento se estremeció. Diecisiete personas habían ya comentado ese estado: “¿qué pasó Durrell?”, “¿por qué decepcionado?”, “tranquilo, sea lo que sea ya verás como se te pasa”, etc.

Se emocionó al ver ese nuevo universo de posibilidades ante sus ojos. ¡Cuanta empatía había despertado aquello que para el ordenador era simplemente la más arbitraria de las cadenas de bits!

Se puso a trabajar al instante. Apestaba, apenas se había alejado del monitor y ya contaban varios meses de compromiso intenso. Enseguida vio que aquello de la Inteligencia Artificial que había aprendido antaño le iba a ser bastante útil y engendró un ejército de bots. La primera tarea de aquellos pequeños automatismos fue el rastreo de noticias en la red. Fue lo primero que se le ocurrió, “¡eso le dará credibilidad!”. Los bots seleccionaban noticias actuales de manera que los estados del perfil podían ser actualizados en consonancia. “¡Vamos, el Barça vuelve a ganar!”.

Pero quiso ir más allá, quería poder dar respuesta a los comentarios de sus amigos, así que se esmeró muchísimo con el módulo de procesamiento del lenguaje natural. ¡Análisis morfológico, sintáctico, semántico, pragmático! ¡Aquello era algo potente! Después vinieron los complejísimos motores de razonamiento y el salvaje módulo de aprendizaje mediante algoritmos genéticos [sí, pueden ser una mierda, pero el nombre vende].

Aquello se le había ido un poco de las manos. Apenas dormía. Entonces se fueron sucediendo las alucinaciones hipnopómpicas e hipnagógicas. Y con ello, imágenes de lo que tenía que ser su propio conectoma. Así es como lo veía ahora nuestro amigo Durrell. Se había empeñado en replicar su conectoma, ¡ese colosal mapa de todas sus neuronas y sus respectivas sinapsis! Si conseguía reproducir el conectoma entonces perpetuaría su conciencia. Se trataba de la reencarnación del siglo XXI.

Pero Durrell literalmente murió en el intento. ¡Bárbaro!

Fue a los dos meses de la muerte cuando Margarita se puso en contacto con el avatar del interfecto Durrell. Su historia era curiosa, ambos (Margarita y el aún vivo Durrell) se habían agregado mutuamente sin apenas conocerse y luego fueron incapaces de intercambiar siquiera unas pocas palabras (durante un tiempo Durrell sufrió algo parecido a un amor en silencio, ¡ni por asomo comparable al sufrimiento de las hemorroides en silencio!).

Sin embargo algo llamó ahora la atención de Margarita en los últimos estados del perfil del difunto Durrell. Así es como empieza (continúa) la historia de amor.

Jamás se produjeron elaboradas conversaciones entre ambos, pero Margarita estaba realmente enamorada. El avatar de Durrell, aún lejos de ser el representante oficial de su conectoma, salía airoso de cada microinteracción virtual con la preciosa Margarita. Era una historia de amor nacida de pocas palabras. Un “¡buenos días!” alegraba el día a Margarita. Un “¿cómo está hoy mi princesa?” debilitaba sus piernas. Unos cuantos “te quiero” y algún que otro “lo siento, fue mi culpa” fueron el asiento de la estima hasta la muerte de Margarita.

El avatar de Durrell con su vida infinita y su consecuente evolución eterna, quiso a Margarita a través de interminables iteraciones que excedían cualquier manifestación humana del amor.

[Nacido a partir de la lectura de http://alehop13.blogspot.com/2010/10/los-fantasmas-de-la-red.html. Merci Joana! ;)]