No tengo la piel verde, pero soy de otro mundo.
No dispongo de dos antenas en la cabeza, pero soy de otro mundo.
Mis ojos no son enormes y alargados, pero soy de otro mundo.
No viajo en nave espacial, pero soy de otro mundo.
Esta vez no ha sido necesario un estudio de ufología procientífica.
Fue suficiente con subirse a un autobús. Uno de los que van llenos de gente de este mundo. Iba con prisas y me senté donde pude.
En la siguiente parada entró un anciano. Uno de esos alegres con fantasía en los ojos. Yo me encontraba relativamente lejos, pero al ver que nadie se molestó en ofrecerle asiento me levanté y llamé su atención reposando mi mano suavemente en su hombro:
- Puede sentarse aquí! – dijo mi sonrisa.
- No te preocupes joven – contestó su alegría.
Así que me volví a sentar sin problema alguno. Observé al anciano que se había quedado con gesto pensativo durante aproximadamente minuto y medio. Luego su dedo, sin palabras, me señalaba que me aproximara a él:
- ¿Sabías, joven, que eres de otro mundo? La gente por aquí ya no acostumbra a hacer estas cosas…
Tan sólo deseo que en estos días en los que tantos estamos hablando de que otro mundo es posible, se mantenga la coherencia. Deseo de todo corazón una conexión absoluta entre las reivindicaciones a macro_escala y nuestras acciones en el micro_entorno más inmediato.
Nota: a principios de año leí un artículo titulado “La cárcel, último refugio de los ancianos japoneses. Roban para ir a la cárcel y huir de una sociedad individualista que los ignora”. La verdad es que no creo que lo más triste sea que nadie hizo caso al anciano del autobús porque no sean personas bondadosas. Lo que más me duele es que da la impresión de que tenemos vergüenza de hablar los unos con los otros. Facilísimo con la Blackberry, pero creo que ya está empezando a costar mirarse a los ojos. No sé, quizás en el fondo sólo es que soy chico de pueblo…